Lo que me ha fascinado siempre es la capacidad de reinventar lo sabido, para decirlo de otra forma. Esta es la clave de la creatividad y del hallazgo de Santiago Amigorena, un regreso a lo que dejó. También una continuidad en su obra biográfica, en toda su escritura. Diez novelas autobiográficas, con la última guinda: El gueto interior (2019).
Es una obra singular, en tanto que transforma y recrea la memoria de la Shoah y lo imposible de decir a la vez. Además, siento que hay en esta obra un plus de familiaridad para mí, y un plus de vida cuando homenajeamos a nuestros muertos y a una novela excepcional. Se agradece mucho poder compartir y ponerle palabras a lo imposible de cargar a solas.
Es memoria subjetiva, la historia de un ser entrañable, Vicente Rosenberg, y de su familia. No son números, millones tatuados que devienen anónimos. Este salto del número al nombre, de la historia a la memoria particular, nos incluye en el relato. Vicente es también mi abuelo, Daniel, deportado de Rumanía y fallecido en un Campo de concentración. Una profunda emoción y un profundo agradecimiento a Santiago Amigorena.
No es un libro más sobre la Shoah; es diferente. Amigorena, con su lupa y pluma, convierte una tragedia colectiva en un drama íntimo, interior. Este es el giro fundamental, un giro ético, cada uno con su nombre y su historia. No es la Shoah como catástrofe de millones. Es un drama íntimo y subjetivo. Amigorena restaura y repara una historia agujereada por el silencio. Y es como restituir al mundo algo de lo que se perdió, y a su familia también. Tikun Olam, como diría un cabalista. Y un homenaje a la memoria que nos habita.
Somos carne de memoria, la que grava nuestro cuerpo y nuestro ser, tatuados como en el cuento de Kafka. El gueto interior es un testimonio de ello. Santiago es memoria de su abuelo; hereda su silencio, un rasgo familiar. Silencio que a su vez deviene escritura.
Hay dos cosas que podemos distinguir, a mi entender: la novela en sí como obra literaria; y la novela «mía», su impacto en mi persona. De eso deseo hablar; cada uno lee su propio libro, ya lo sabemos. He leído la novela dos veces. En la primera lectura, apunté en mi libreta: «Literatura profunda y envolvente». La segunda fue definitiva, estremecedora y entrañable; escrita y leída desde las entrañas. La novela ya era mía, era mi novela familiar. Vicente era yo, y Santiago, también. Además estaba mi propio abuelo, que murió en un Campo. Sentí el impacto del cuchillo (*en el sueño). Me estremeció la última carta de la madre, sensación de algo desconocido y tan familiar a la vez, y luego los asesinos con las hachas, el Gueto de Varsovia; un aluvión de imágenes conocidas. A lo largo de la novela seguí a Vicente Rosenberg en su profunda caída melancólica, compartiéndola.
El SILENCIO es el meollo, o la médula del libro. ¿Cómo escribir lo que no se puede decir? Es como la vieja polémica acerca de la Shoah: ¿se puede o no se puede escribir después de Auschwitz? Pues, a mi parecer, no solo se puede, sino que se debe.
Entré en el relato como Pedro por su casa; me sentí muy cómoda con esa retórica tan amena, tan amigo-rena. Vicente Rosenberg, nuestro héroe de la novela, era para mí un personaje entrañable y a la vez algo contradictorio, como todo hijo de vecino. Al principio, aparece como alguien un tanto superficial, un dandy que cuida de su vestimenta con esmero, muy dicharachero y siempre un alegre de la vida. Llega a Argentina en 1928, dejando en Polonia a su madre y hermanos. Este corte con la madre, psicoanalíticamente hablando, tendrá sus consecuencias. Él, que fue un orgulloso soldado del Ejército polaco, se siente libre e independiente; no sabe si es judío, polaco, o argentino. «Vicente Rosenberg no sabía exactamente qué era». Sí, pero esa levedad del ser le permite identificarse con facilidad con el entorno; se asimila, o sea, olvida o reprime su historia. Su historia ahora se escribe en presente, se casa con Rosita y tienen tres hijos; el cuarto, y último, lo salva de la horca. El amor de los dos es incondicional y pasional; han nacido el uno para el otro. Ese es el nudo amoroso de la novela: nada lo puede cortar, es la garantía de su vida. Vicente vive feliz y despreocupado, es un negador a la enésima potencia, o simplemente se permite ser feliz. Aquí tenemos la cuestión de la asimilación: cómo vivir en un país sin asimilarse, sin identificarse con él. Esta es una cuestión candente para el judaísmo de la diáspora, y un tema polémico también. ¿Acaso el judío debe vivir en un Gueto y estudiar en la Yeshiva para sostener su judaísmo?
Retomando nuestra lectura, y la vida de Vicente Rosenberg, hay una sombra que irá creciendo a medida que avanzamos: las cartas de su madre, que golpean con la cadencia de una muerte anunciada. La última produce una profunda sacudida mortífera en Vicente, un retorno de lo reprimido y un anuncio de lo peor. Es la crónica de una muerte anunciada. Cada carta es un paso más en esa vía dolorosa que acaba en el exterminio, Treblinka II, habiendo pasado por indecibles estragos: los que no se pueden contar, pero que cada uno imagina dentro de su pesadilla, la más real e insoportable. Vicente tiene la suya. Tiene un sueño recurrente, como el retrato de su gueto interior, que no lo va a abandonar durante el resto de su vida.
Sin embargo, me ha impactado la delicadeza con la cual Amigorena trata el horror; francamente, no lo he visto en otros relatos. Hay una auténtica dificultad en tratar el horror sin pathos ni resentimiento, incluso sin odio. Hay amor en la novela. Santiago Amigorena lo ha hecho. ¿Cómo? ¿Qué ha hecho con el odio y el resentimiento?
Nuestro héroe sufre una profunda quiebra melancólica; acosado por la vergüenza y una culpa irreductible, cae en un profundo mutismo. Se instala el SILENCIO. Vicente está en otra parte, cada vez más apartado de su amorosa familia. Este ser alegre y dicharachero se convierte en un autómata silencioso, robotizado como un muerto viviente; nada lo arranca de su silencio. Finalmente, esa profunda melancolía lo lleva a un intento de suicidio, que por otra parte es una muerte elegida, su huida de la pesadilla, la disyuntiva de la Shoah: morir o morir, no hay otra salida.
De todo ello podemos deducir que el exterminio no solo fue para los fallecidos en los Campos. La solución final todavía no ha finalizado. Sus herederos, nosotros, llevamos todavía la marca. Esto es muy importante. La sombra de los muertos cae sobre Vicente y lo arrastra al mismo destino que los gaseados, un duelo interminable. El mutismo se entiende: no hay palabras para decirlo, como decía en un principio. Solo el escritor, Santiago Amigorena, puede decir algo del horror y del estrago, poner las palabras que fueron suprimidas, y así es como la lengua exterminada retoma vida. ¡Magistral!
La Shoah. ¿En qué cabeza cabe? No les voy a hacer un relato de las atrocidades, ustedes ya las conocen. Una ola de sangre y una sed de masacre encharcaron la faz de la tierra, y no solo en Alemania. ¿En qué cabeza cabe? De ahí que la negación o el autoengaño también podían explicar la incredulidad reinante. Lo que se sabía y no se sabía, lo imposible de concebir. «¿Cómo creer en lo increíble de un humano deshumanizado?», se pregunta Primo Levi en su libro Si esto es un hombre. La respuesta que da es «no hay porqué en un Campo». Eso equivale a decir que no hay preguntas ni palabras cuando la pulsión de muerte arrasa. Y sin embargo hay una manera subjetiva para decir algo del horror. No de la violencia en sí, que es muda, sino de sus consecuencias en lo más íntimo del gueto interior; decirlo de otra forma para humanizarlo nuevamente.
¿Qué es ser judío? Amigorena da una respuesta para esta pregunta, que me remite a la tesis de J. P. Sartre. En Reflexiones sobre la cuestión judía, Sartre viene a decir que el judío es una invención del antisemita, o sea, es el Otro el que nos otorga la identidad. Es la Shoah la que convierte a Vicente en un judío. Esta es una tesis polémica, sin lugar a dudas. Llevamos las marcas del Otro desde nuestro nacimiento, pero finalmente uno elige, o debería hacerlo. Vicente, nuestro héroe, soldado del ejército polaco y más polaco que ninguno, olvida su historia y orígenes al llegar a Argentina, deviene argentino y va mutando según el contexto. La asimilación reprime los orígenes. Solo el estallido del antisemitismo y su trágico desenlace le obligan a tomar conciencia de quién es su madre, su padre, y su Nombre. Él deviene judío por el acoso externo y por su elección. Como en su pesadilla, lo externo deviene interno, lo más íntimo suyo, su gueto interior.
¿Quién es judío? Conocemos la respuesta nazi: tú solamente eres un judío; para el matadero. ¿Qué es ser judío? Hay muchas definiciones para la identidad judía. Woody Allen dirá: «Judío es aquel que se pregunta cada día quién es». No se queden solamente con lo chistoso del enunciado; lo que quiero destacar es su sentido ético, el de una pregunta siempre renovada acerca de uno mismo, que no es Uno, sino múltiple y cambiante, y que a veces ni sabe quién es. También está la culpa como rasgo especial del judío, aunque no exclusivo; el chivo expiatorio se identifica con aquello que le atribuyen.
Tampoco podemos olvidar que Vicente Rosenberg tiene una madre judía, siempre excesiva; muchos la conocemos. La madre judía, a veces, infunde la culpa para consolidar el apego con su hijo. Para atarlo mejor. La culpa, diría, deviene un rasgo de identidad judío. Vicente rompe sus cadenas y se va, una operación necesaria. ¿Qué hay de la relación con su madre en su enfermedad? Freud define la melancolía como la sombra del objeto que cae sobre el yo. ¿Él muere como ella o se mata como culpable de su muerte?
Ser judío es cargar con la pesada mochila de las faltas y culpas del humano. Con lo que nadie quiere cargar. Desde la Génesis el judío lleva la culpa, o la marca de Caín. Carga con una responsabilidad, una cuestión ética importante, que es la de todos y cada uno. Es muy incómodo encarnar lo que otros rechazan; por ello se convierte en el representante del mal, el que pone el dedo en la llaga y denuncia lo que nadie quiere saber. Los otros, en su mayoría, ponen el mal fuera, como el paranoico siempre inocente: el culpable es el Otro. ¿Cómo entender si no que los criminales nazis, Eichmann incluido, se declaren no culpables y en cambio nuestro héroe, Vicente Rosenberg, se declare culpable y cargue con todo?
La Génesis nos da la medida de lo humano y de su ética. Para ser íntegro recuerda que no eres Dios, no eres completo y algo te falta, o estás en falta. La aspiración totalitaria, más vigente que nunca, tiende a ignorarlo; es el poder absoluto, que no acepta ninguna falta; hay que exterminarla de la faz de la tierra. Así caen los judíos, los gitanos, los enfermos, los pobres… Y la historia continúa con ese delirio colectivo. Vassili Grossman, en Vida y destino, dice: «La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia».
En tiempos de la banalización y de la memoria liquida, del olvido irresponsable, una novela sobre la Shoah, en primera persona, íntima y personal, que da cuenta de nuestro gueto interior, lo más verdadero de nuestro ser y, a veces, lo más desconocido. Esta es la paradoja humana que oscila entre el amor y el horror. Esta novela es la demostración fehaciente de ello, sublimada por la potencia de su creatividad. Sabemos que el arte se anticipa al psicoanálisis y lo dice mejor, nos deja un regalo, como este libro. ¡GRACIAS Santiago Amigorena!
Publicado en la última Revista RAÍCES, enero del 2023..